Opinión

La vergüenza de la educación chilena y su política pública respecto del tema

Los resultados de la PAES, son un reflejo crudo y desalentador de la profunda crisis que atraviesa la educación pública en Chile. En el listado de los 100 establecimientos educacionales con los mayores puntajes ponderados, solo aparece un liceo público. La gran mayoría de estos colegios se concentran en la zona oriente de la capital, evidenciando una brecha educacional que no solo es geográfica, sino también económica y social. Este escenario no es nuevo; se repite año tras año, y frente a este potente indicador, el Estado parece limitarse a cruzar de brazos, aplicando parches a un sistema que ya está roto y que apenas funciona.

La desigualdad educacional es una carga pesada que muchos estudiantes del sistema público arrastran al ingresar a la educación superior. Lamentablemente, una gran parte de ellos desertará durante el primer año, endeudados y con una preparación insuficiente que los deja en clara desventaja frente a sus pares de colegios privados. Las condiciones en las que se imparte la educación pública son, en muchos casos, indignantes: escuelas y liceos con infraestructuras precarias, salas con goteras, baños en pésimo estado, sistemas de calefacción inexistentes en invierno y un servicio de alimentación que, lejos de ser un apoyo, se ha convertido en un negocio de privados que prioriza el lucro sobre la calidad.

A esto se suma un gremio docente exhausto, desvalorizado y con escaso apoyo estatal, que debe lidiar no solo con las carencias materiales, sino también con una creciente violencia al interior de las aulas. La educación pública no es caridad; se financia con los impuestos de todos los chilenos, y son precisamente los sectores populares quienes cargan con la mayor parte de esta carga impositiva. Por lo tanto, no es un regalo del Estado, sino un derecho básico que debe garantizarse con calidad y equidad.

Es urgente que el Estado aumente la inversión en educación, destinando un porcentaje significativo del PIB a un profundo rediseño del sistema público. La última gran transformación real en la educación chilena se remonta a 1938, bajo el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, hace 87 años. Desde entonces, los cambios han sido superficiales, insuficientes y, en muchos casos, contraproducentes. Necesitamos una reforma estructural que priorice la calidad, la inclusión y la justicia social, y que termine con el modelo actual, que perpetúa la estratificación social y beneficia a una oligarquía neoliberal endogámica que gobierna para unos pocos.

Empujar el carro de esta transformación no es tarea exclusiva del Estado; es responsabilidad de todos. Como sociedad, debemos exigir y participar activamente en la construcción de un sistema educativo que garantice oportunidades reales para todos los niños y jóvenes, sin importar su origen socioeconómico. De lo contrario, seguiremos perpetuando un modelo que reproduce la desigualdad, limita el pensamiento crítico y consolida un sistema que beneficia a unos pocos a costa del futuro de las mayorías.

La educación es la base de cualquier sociedad que aspire a ser justa y desarrollada. Hoy, en Chile, esa base está podrida. Y mientras no enfrentemos esta realidad con la urgencia y la seriedad que merece, seguiremos siendo testigos de cómo se desperdicia el potencial de miles de jóvenes, condenados a un futuro de desigualdad y exclusión.

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